jueves, 2 de diciembre de 2010

Una llamada a la vida Conmigo… Miradas perdidas

Leonor

Leonor tomaba su taza de consomé resguardada al calor del brasero encendido. Su mano temblorosa le dificultaba sorber el caldo sin derramarse algunas gotas en el intento. Los ojos, caídos por la edad, estaban fijos en el rostro de su hermana que realizaba movimientos similares con su respectiva taza pero con menor dificultad. Tenía la mirada perdida en su hermana, como si estuviese desnudando su mente o quisiera transmitirle lo que pensaba.
En el salón se escuchaba el televisor de fondo, aunque sin prestarle mucha atención, mientras se afanaban en apurar los últimos tropezones de huevo duro y jamón picado con la cucharita del café.

         Leonor sentía la necesidad de hablarle a su hermana, como en otras muchas ocasiones, pero sentía que le vencía el incombustible calor que le estaba irradiando desde el pecho hasta el resto de su cuerpo.
Quería decírselo, igual que quiso decirle, en su momento,  lo de Mateo “El Pilote”, vecino de la huerta, de toda la vida, y del cuál su hermana estaba perdidamente enamorada, y al que descubrió junto a Leonor paseando por el río una tarde de verano siendo jovencitas. Nunca le perdonó aquella “infidelidad” perpetrada entre hermanas, nunca pudo, Leonor, explicarle aquel paseo, inocente para ella, convocatoria en la que pretendía declararle el amor de su hermana al hombre al que amaba y que se transformó en una destructiva mala interpretación de los hechos. Nunca pudo, bien por tozudez de su hermana, bien por cobardía de Leonor, decirle lo que realmente sucedió aquella tarde.

         El calor se transformaba en punzones para cada milímetro del interior de su cuerpo, y no se atrevía a exhalar palabra para quién desde hacía años, no existía más que resignada convivencia de conveniencia, huidiza de la tan temida soledad. No sabía como hacer para decirle que sentía una ebullición de sentimientos que caerían, en breve en un corazón podrido. Recordaba como no supo nunca decirle que ella no quiso mostrarse más complaciente con “Papaíto”, ni cómo intentaba acercar su hermana hacia quién sólo quería proteger con sus ojos a la pequeña de la casa. No podía olvidar la tristeza que le provocaban los ataques de celos e ira incontenida que su hermana sufría cuando las caricias en la mejilla y la repetición de besos de su padre eran para Leonor, para la pequeña. En aquel caso, nunca, tampoco, tuvieron la cercanía, el valor, de hablarlo, y con los años, otro muro que se edificaba entre ellas.

         Leonor notaba la falta de aire, la fatiga en sus entrañas, la mirada nublada. Extendió la mano intentando coger la de su hermana. Quería por fin hablar, decirle lo mucho que la quería, pedirle perdón por lo que se hubiese sentido ofendida, reprenderla en lo que la hizo sufrir, sincerarse en todo aquello que se guardó día tras día, año tras año, indiferencia tras indiferencia. La mano huesuda, arrugada, sudorosa, se desplazaba lentamente por el hule de la mesa, como sedienta de abrazar otros huesos, otra carne igual a la suya, corrompida por el tiempo, pero necesitada de ese roce. Al fin, alcanzado el objetivo, agarró débilmente la punta de los dedos de su hermana, mientras la cabeza, sumida en la más absoluta abstracción, y falta ya de vida, se derrumbaba sobre la inacabada taza de consomé. Mientras tanto, Marisa, deshacía las lágrimas que caían en sus dedos entrelazados a los moribundos de Leonor.


Manuel

-¡Buenas noches princesa!
-Hola Manuel- decía suavemente, distante, mientras evitaba que el beso de bienvenida cayera en sus labios.
Manuel tuvo que conformarse con una leve caricia de sus labios en la mejilla.
-¿Dónde te apetece cenar?
-Vamos al Albaycín, que quiero un sitio tranquilo.
Manuel notaba el silencio establecido al arrancar el coche, interrumpido sólo por el tubo de escape picado.
Durante el camino, Él intentó iniciar una conversación tratando diferentes temas, a cada cuál más trivial, menos profundo, desde “¿qué perfume usas?”, hasta “¡Vaya la que está cayendo esta noche!”. Pero la respuesta era escueta y resolutiva, sin que diese pie a continuarla con una nueva frase.

         Llegaron al bar. El ambiente era apacible, tranquilo, con sólo dos mesas ocupadas también por sendas parejas. Ellos se acomodaron en una mesa centrada en la estancia, lejos de esconderse, y cerca de estar vigilados para incomodar cualquier intento de beso fugaz, al menos eso pensaba Manuel (empezamos bien la noche…).

         Una copa de vino, dos, tres, otra botella… El vino, a diferencia de la cerveza, provoca en Manuel mayor desenvoltura en situaciones difíciles, y la de esta noche iba a ser de las más duras para sobrellevar. Ambos comenzaron a mostrarse con más naturalidad, aunque quizás, tal sinceridad no gustara a Manuel cuando escuchó de los labios, de quién lo tenía completamente obnubilado, que esa sería su última noche.
Como quien esquiva hojas en una tarde de ventisca otoñal, Manuel quería no asumir que esas palabras serían definitivas para sus oídos. Se sentía muy cómodo, flotando en el arco iris que siempre había soñado alcanzar, o al menos esa noche quería que fuese su arco iris.

         Ambos hablaron y hablaron hasta que notaron unos leves toques en sus pies, de quien deseaba acabar la faena de alimentar a la carta a los comensales que gustosamente habían elegido su local para cenar. Los dos se miraron, pero como en el resto de la cena, no se dijeron lo que sus ojos transmitían. Pidieron la cuenta, se despidieron del cansado camarero y salieron. Volvieron a mirarse. Manuel sintió una aguja de hielo atravesarle la garganta. Sus ojos ingrávidos esperaban una sola frase, la no deseada, evitaba parpadear, sosteniendo los ojos húmedos de quién Él esperaba se despediría para siempre.
La respuesta fue contraria a las expectativas de Manuel. A propuesta de su flamante acompañante, montaron en su coche y se dirigieron a un local de copas donde poder compartir algo más de tiempo, hasta el esperado momento de la inevitable despedida.

-¡Para aquí Manuel, que tengo que sacar dinero!.
-Si, claro, espera que me coloco un poquito más adelante, en doble fila y así pueden pasar los coches que vengan detrás.
El motor quedó al ralentí. La calefacción o la propia rubefacción de Manuel por la tensión, provocaban un desasosiego en el esfínter que tenía que contener la botella de vino ingerida, que lo hacía tambalearse dentro del mismo asiento. A través de la ventanilla del copiloto, la noche, y el momento, le regalaban a Manuel una sonrisa, de aquel cuerpo que tiritando por el frío de la noche, esperaba que aquella máquina le diese el dinero.

         Manuel, nervioso, observaba aquella silueta alumbrada por un foco parpadeante en la estancia del cajero. Pero veía a alguien que lo hacía sentir especial, vivo, distinto a como se había sentido en mucho tiempo. ¿Amor?, quizás no en su más amplia definición, pero si en la máxima magnificencia de sentir el cosquilleo inconfundible de no querer desprenderse de alguien, al menos, (si con ello hay que conformarse) esa noche.
No había querido introducir el tema de qué pasaría entre ellos mañana, pasado… No quería incomodar sin dejar de disfrutar, ni un solo momento, de su presencia. No es que se viese superado por su excesivo servilismo, entrega, pero si observaba cómo una vela se apagaba sin tener el valor de acercarle una llama para que se mantuviese.

          A través de la ventanilla, observaba como su inoperancia provocaría alargar levemente el encuentro mientras consumiesen una “copa” sin compartir, ambos, sus deseos, sus sentimientos, sus miserias…
De repente, una opresión en el pecho, un torbellino de aire frío invadió su interior. Manuel, miró la intermitencia de la luz del cajero, la silueta en el acerado de quién estaba compungiendo su corazón. Salió del coche sin parar el motor, sin cerrar la puerta, y en dos zancadas su cuerpo envolvió en un abrazo eterno a su recién conocido Javier. Ambos, fijamente, desnudaron sus miradas y se dijeron todo en un segundo a través de un beso infinito…


2 comentarios:

  1. Lo que ocurre por no pensar en voz alta... Aunque siempre habrá escritores, como tú, que le sepan poner música al silencio.

    Ah, ¿la princesa se llama Javier?

    Un abrazo!

    juanito.

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  2. From Palomares with love, sólo te digo eso.

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