martes, 10 de mayo de 2011

Notas desde un tren



         Los tubos de aluminio de colores se reflejaban sobre sus ojos. A través del escaparate unos morritos apoyados en el cristal generaban vaho que difuminaba en la opacidad el brillo de aquellas estructuras metálicas que colgaban de las paredes. De manera pausada, las lágrimas emanaban de sus ojos, acumulándose entre el cristal y los mofletes apretados junto a él. Sus ojos estaban hipnotizados mirando los radios de las ruedas entrelazados con el movimiento circular de las ruedas estancas, pero su mirada se encontraba ausente, no atendía más allá de las espirales generadas en su retina al observar las trayectorias inacabas de los biciclos.

         Su padre se acercó, le acarició el pelo en un gesto cariñoso de despeinarlo, y le buscó su mano para invitarlo a que lo acompañara al interior de la tienda. Manolito, resignado, agachó la cabeza y de la mano de su padre entró por la puerta de cristal hasta el interior de aquel paraíso que cualquier niño espera con ansiedad para conseguir el regalo por las buenas notas de fin de curso. Con doce años, la libertad de las dos ruedas comienza ha hacerse patente en las mentes virginales e inocentes, que sueñan con conseguir hacer algo fuera del campo de acción de sus padres.

         El padre miraba a Manolito y no entendía el por qué de sus sollozos…el niño estaba delante de cientos de bicicletas distintas, de múltiples colores, diseños, complementos, ¡podía escoger la que quisiera! Sin embargo, el llanto del niño se acrecentaba aún más conforme el padre insistía en que eligiera. De repente, Manolito salió corriendo de entre la gente, se esfumó del local y se sentó en la calle, como esperando que algo mágico fuese a suceder, como si existiera una oportunidad de aplacar su tristeza, miraba a su alrededor como si de la nada surgiera aquello que tanto deseaba.
La gente pasaba a su lado observando los mofletes enrojecidos de Manolito, los ojos vidriosos, el pelo despeinado, y los moquillos aderezando sus labios. En el instante en el que Manolito estaba calmándose, y su lengua había limpiado sus morrillos de la suculenta merienda, su padre se incorporó a su lado, preguntándole por su aflicción. 

-Pero hijo, ¿por qué lloras?, ¿no quieres la bicicleta?
-Es que no quiero ninguna de esas, quiero “mi bicicleta”…
-Pero, tu bicicleta ya no está, no la tienes, se perdió. Aunque, ¡fíjate cuantas bicicletas hay en esta tienda!
-Ya, pero es que yo quiero mi bicicleta, ¡la de siempre! Con ella aprendí a montar, exploré los caminos por los que ahora paseo, me sentí libre por primera vez sin que tuviera que llevarme nadie. Jugaba a vaqueros imaginando que era mi caballo, simulaba que en cada paseo me encontraba en una etapa de competición ciclista, soñaba con que en las bajadas, al soltar los pedales, montaba en mi primera moto. Todo eso y más cosas descubrí con mí “bici”. Por eso quiero mi bicicleta Papá, no quiero otra bicicleta, quiero mí bicicleta…
-Hijo mío, siento mucho que estés así de triste por su pérdida. En esta vida debes ir acostumbrándote a cambiar de bicicleta de vez en cuando, y que dicho cambio sea cada vez menos traumático. Cambiarás de amigos, de pareja, de trabajo, perderás la seguridad que cada uno de ellos te ha transmitido, sentirás vacío, te sentirás solo, confundido con cada perdida, con cada cambio y deberás tomártelo siempre como una renovación, sentirte que creces y te enriqueces en cada experiencia parecida a la que sufres ahora. Hijo mío, empiezas a crecer y a darte cuenta que esto es sólo el principio de un largo episodio que, ante todo, disfrutarás, aunque bien es cierto que la primera bicicleta será la que no olvidarás jamás…