martes, 21 de agosto de 2012

EL BÁLSAMO DE FIERABRÁS y el trascendental humano del amor


Todo esto fuera bien escusado, respondió Don Quijote, si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sólo una gota se ahorraran tiempo y medicinas. ¿Qué redoma y qué bálsamo es ese? dijo Sancho Panza. De un bálsamo, respondió Don Quijote, de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay que pensar morir de ferida alguna[…].Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana”. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Capítulo X.

            Durante estas vacaciones he tenido oportunidad de debatir con diferentes amigos, y en diferentes escenarios, acerca del mayor problema que sufre la humanidad. No ha sido ni el hambre, ni las enfermedades, ni la crisis económica, sino algo que explica de base los problemas secundarios de nuestra civilización, el amor.
El principio de cada una de las tres conversaciones mantenidas en este mes ha sido que nuestra generación está experimentando  un estado de transición en el que este elemento vital está sufriendo un cambio conceptual considerable al someterlo a continuos análisis en lugar de configurar una parte innata de nuestro ser del que no cupiese el más mínimo atisbo de raciocinio para vivirlo.

            Teniendo en cuenta el intervalo de edad entre los veinte y los cuarenta años de los interlocutores, es obvio que ciertas experiencias de cómo se ha manifestado y vivido el amor en cada una de nuestras vidas permitían el inicio del análisis desde una perspectiva más o menos objetiva, sin entrar en detalles de si el resultado final constituyó una suma o una resta en nuestro desarrollo personal. En todos los casos la expresión final era que nos hacemos más exigentes para con la persona que a de venir a inundarnos de aquel anhelo inicial de pureza que constituyó “el primer amor”. Naturalmente, si empezamos la disertación con condicionantes difícilmente se podrá llegar a conseguir el objetivo fijado. Quizás la perspectiva planteada sea errónea y el intervalo entre la decepción con lo pasado y el futuro incierto se alargue durante años por estigmatizar el sentimiento con la razón, cuando no deberían, ni por asomo, rozarse las puntas de los dedos. Realmente cuando nos definimos exigentes, “con quien tenga que venir”, lo que estamos manifestando es una autoexigencia. Es decir, somos nosotros los exigentes con nuestra propia persona y dicha exigencia no responde sino a un sentimiento de inseguridad sobre nosotros mismos hacia la sociedad. Esta inseguridad puede plasmarse bien encerrándonos y viviendo autárquicamente, o explorando múltiples relaciones efímeras que tampoco permiten cubrir el vacío que uno siente al ver transcurrir su vida sin sentir aquello que nuestro ser reserva para compartir en la intimidad del duplo constituido por dos sujetos.

            Desde la perspectiva racional, disonante con lo expresado anteriormente, la soledad será un cauce más que un destino. El no “intentar”, sino “esperar”, no es una vía muy factible para paliar el quejío enmudecido que muchos de nosotros poseemos. Pensemos que la oportunidad es singular, la oportunidad es la propia vida, el resto son opciones que hay que ir escogiendo, acertando y equivocándonos, pero el miedo a errar no debe nunca paralizarnos. Quien no se equivoca de vez en cuando es que no está aprovechando sus opciones. Al igual que escoger una opción no significa que haya que perpetuarla. La búsqueda puede ser infinita, tan duradera como nuestra propia existencia, y no existe una edad concreta para alcanzar el objetivo.
Dentro de este contexto, el planteamiento moral de esta búsqueda es lo más controvertido del debate. Buscando fotogramas de cine me encuentro con la siguiente foto:



           
            Este caso particular lo estuvimos tratando una noche. Al hilo de la conversación inicial se postulaba la inconveniencia de que un hombre terminase dejando a su mujer por enamorarse de su hija adoptiva. Bien, dejando de lado el obtuso paralelismo con parafilias y la celebridad que ostenta el protagonista de esta foto, pensemos en lo siguiente. ¿Qué estas dispuesto ha hacer por amor?, ¿qué puedes aguantar en tu relación o en tu vida por miedo a estar sólo, y acompañado a la vez, pero no enamorado? Entro de nuevo en la oportunidad. La vida es una, no vas a vivir otra, por lo que tomar decisiones aupadas por el corazón no debería ser tan descabellado como mantener opciones guiadas solamente por la razón. Esto último sería vender nuestra vida. El ejemplo reflejado tiene el sustento de que los años han hecho perdurar esta opción. De los millones de personas que habitamos este mundo, situaciones tan arriesgadas, y a mi parecer, valientes y acertadas, se suceden de continuo, aunque no tienen, ni deben, tener trascendencia mediática. Y sin embargo, la inoperancia a desarrollarnos en tales encuadres arriesgados, nos mantienen con esta búsqueda ficticia que el tiempo transporta al conformismo.

La pasividad a hacer algo que quieres, que te impulsa el corazón, pero que te frena la razón conlleva a la frustración, de manera mucho más fuerte que la sentida por la decepción de una opción truncada. Y sin embargo todos queremos calmar esa inquietud por sentir, buscando un halo mágico, como el bálsamo de fierabrás que todo lo cura, esperando a que nuestra puerta vibre y se abra con un “aquí estoy, soy yo”. Al igual que el hambre nos podría impulsar a asaltar un banco, la necesidad de vivir, y no sólo limitándolo a respirar, requiere de aprovechar esa oportunidad que se nos ha dado, tenemos la obligación de vivir, ya que se nos ha ofrecido a cada uno de los presentes. Por responsabilidad moral, principalmente, hay que vivir.



            Cuando hablamos del amor, normalmente nos ceñimos al romanticismo, a las escenas concretas, a las palabras precisas, a los gestos halagadores, pero nos perdemos lo trascendental, lo humano, compartir en su plenitud. Aquí vendría bien ubicada la frase de “No me quieras tanto, quiéreme mejor”. El error que cometemos comúnmente viene descrito implícitamente en esta frase. Nos limitamos a menospreciar lo trascendental ciñéndonos a lo meramente significativo. Pero errar, nuevamente, es uno de los dos posibles resultados de este gesto, y debe siempre darnos cátedra para que a futuros podamos subsanarlo y obtener el acierto, que es otro resultado y además, siempre, el esperado.

            Quizás el discurso que hace tanto hincapié en el amor como principal sustento vital pueda parecer sesgado por un estado particular. Nada más lejos de mi intención. Otro día hablamos del por qué existimos. Pero viene a colación con otra de las conversaciones mantenida con una buena amiga sobre filosofía en el que nos planteábamos, dentro de los trascendentales humanos ¿cuál era nuestro trascendental?, ¿qué impulsa mi vida a vivirla? Lo lógico es que los trascendentales humanos viajen de la mano (el ser, la verdad, el bien y la belleza). Mi amiga Anabel me enseñaba un artículo de un filósofo amigo suyo que desgranaba los trascendentales y mencionaba uno que fue el que me identificó y el origen de parte de este texto. El trascendental humano de la donación/aceptación. No recuerdo el nombre del autor, pero pude fotografiar parte del texto que a continuación os expongo:

“Lo que toca a la dupla donación/aceptación como trascendental humano es hacernos conscientes de que contamos con algo más que interioridad: poseemos intimidad; que no únicamente manifestamos en la acción, sino que incluso la destinamos, la donamos. La donación es dual con la aceptación: una no se entiende sin la otra. Donar y aceptar van mucho más allá de manifestar y recibir. Podemos recibir a cualquiera y mostrarnos casi hacia cualquiera. La donación/aceptación como trascendental humano configura la entrega y dan pie a lo que culturalmente llamamos amor. Al amar, la donación se vuelve tan radical que se trunca si no hay aceptación. En la donación va el ser que somos, la intimidad que poseemos y disponemos; y en su correspondiente aceptar, abrimos la persona propia para fundir nuestra intimidad con la del otro. En la donación no medimos qué hacemos del otro y qué dejamos fuera, no calibramos si el otro está a la altura de nuestra recepción o si no somos convenientes para que nos reciban. Ambas están en otro nivel, por eso son un trascendental humano. ante alguien que se dona no cabe sino la aceptación completa, no hacia lo que es, sino hacia quien es, con lo que es y le rodea, con el todo que le hace existir. Algo que sólo las personas pueden experimentar como uno de los más nobles y prefectos actos de los que es capaz la voluntad humana.”
           



           Si tienes esta herida aún abierta, sea cual sea tu actual circunstancia, no busques que la magia lo cure, tú eres pura magia, tú tienes la oportunidad, explora todas las opciones, equivócate hasta acertar, nadie vivirá por ti, por tanto, para acertar vive.

viernes, 10 de agosto de 2012

EL GRADUADO


El verano se presentaba incierto, acababa de terminar las pruebas de acceso a la Universidad y me esperaban 3 meses por delante en casa de mis padres. Ellos estaban tan exultantes con mis perspectivas  de estudio de Ingeniería que organizaron una fiesta, con sus amigos, y algunos familiares.
Aquella noche anduve deambulando entre la gente, recibiendo agasajos y felicitaciones, algo perdido, como si la fiesta no fuese conmigo. Pensaba en aquella chica que había conocido en el colegio de Londres donde estudié. Empecé a recordar a Cristina despidiéndose de mí y diciéndome que sus padres la enviaban a los Estados Unidos a estudiar Publicidad y que posiblemente no volveríamos a vernos. Que lo vivido en este último año no tendría sentido continuarlo, que llevaríamos vidas muy diferentes y distanciadas. Era el primer amor y desamor de mi vida y esa sensación de abandono me tenía fuera de mí.
 Fui a la piscina a fumarme un pitillo y tomarme un gin-tonic a solas cuando escuché su voz. En la oscuridad sólo veía el vaivén de su vestido acercarse a mí. -¿Me das fuego?-. Me levanté he incliné el mechero sobre su cigarrillo. La llama iluminó levemente su rostro, pude ver su cabello rubio ondulado cubrirle la cara y el humo deslizarse por su pelo.
-Te veo aburrido en tu fiesta- espetó. Me que dé callado, mirando al suelo, fumando mi cigarrillo. –No entiendo este tipo de eventos, si hubiese sido una fiesta para mí habría invitado a mis amigos, pero mis padres siempre gustan de colgarse honores para lucirse frente a los demás-.
-Ya sabes como es la gente de este barrio, quieren aparentar siempre la casa más lujosa, el coche más caro…-, -Y el hijo más listo- le interrumpí.
-Acábate la copa y me llevas a casa- me dijo- mi marido está coqueteando con la mujer del piloto e imagino que me pondrá alguna excusa para quedarse cuando le diga que nos vayamos-.
Me quedé un poco sorprendido con la orden que me había dado, pero tampoco vacilé en dar un buen sorbo y cogerla del brazo para llevarla por la puerta del jardín hasta el coche. Me miró sorprendida con la decisión con la que la cogía, al ver que yo la había sustituido en su papel dominante de la escena. Entró en el coche y observé sus piernas, delgadas, estilizadas. Llevaba un vestido blanco muy fino, transparente, de cuerpo entero. En la parte de arriba la tela se cruzaba dejando a la vista un suntuoso escote.
En el trayecto no me dirigió ni una sola palabra, fumaba continuamente, como exasperada y nerviosa, el aire que entraba por la ventanilla permitía liberar su rostro del pelo. Era muy atractiva, delgada, los pómulos marcados, grandes pestañas, ojos azules y nariz afilada. La observaba de reojo mientras conducía. De vez en cuando ella abría el bolso y miraba el teléfono, esperando alguna señal, imagino que de su marido preguntándole que donde estaba, pero al instante lo guardaba de nuevo, con fiereza, y su enojo parecía acrecentarse pues cerraba el bolso con brusquedad y resoplaba.

            Al llegar a la altura de su casa aparqué sin parar el motor esperando a que se bajara. Abrió la puerta y salió sin decirme nada cerrando la puerta con fuerza. Dio 4 pasos y se quedó parada. Yo la observaba, dejó los brazos caídos, en una mano el cigarrillo y en la otra el bolso sostenido con desdén. Se giró y vino de nuevo al coche. Se asomó por la ventanilla: -¿Quieres una copa?-. Me quedé mirándola a la cara. Ella esperaba mi respuesta mirando a su lado derecho, con prisa y desgana. Yo no sabía que contestar, pero algo me impulsó a parar el motor y salir del coche. Fui detrás de ella hasta la puerta de la casa. Caminaba muy sensual, cruzando los pies al caminar lo que hacía que su ligero vestido bailase insinuantemente con la ligera brisa nocturna que corría. Abrió la puerta y tiró las llaves al suelo. Yo me acomodé en el sofá del salón, sentado, con las rodillas juntas, las manos entrelazadas, mirando al suelo y haciendo un juego de apoyo talón empeine con los pies. Creo que fue el momento en el que estuve más nervioso desde que me encontré con aquella mujer.
Regresó junto a mí con dos vasos con hielo, abrió una botella de vodka y sirvió en ambos. El suyo se lo bebió de un trago, sin esperar a que el hielo enfriase aquella áspera bebida que a mí me provocó una mueca de desagrado al mojar mis labios. Me acarició el pelo y me hizo un gesto con la mano para que la acompañara. La seguí obnubilado.
Mientras ascendíamos por las escaleras hasta la planta superior su contoneo se acentuó, yo miraba sus caderas sin ser consciente de que el broche que cerraba el vestido desde la parte superior había sido abierto y que el vestido se estaba deslizando por su cuerpo hasta que en el último escalón quedó postrado. Me detuve sorprendido. Ella seguía caminando en ropa interior hasta el dormitorio, mientras yo me quedaba en las escaleras ensimismado en aquel vestido tirado. Tragué saliva y me dirigí hasta la estancia en la que ella me estaría esperando. Había una pequeña luz iluminando tenuemente la habitación y me quedé plantado en el quicio de la puerta. Ella estaba sentada en un pequeño sillón de piel blanco, apoyando una pierna en la cama para ayudarse a desprenderse de las medias blancas que cubrían sus piernas. Se deshizo de aquel trozo de seda despacio, suavemente, mirándome a la cara. -¿Te vas a quedar ahí mirando?, quítate la ropa- volvía a ordenarme. En un lapso de tiempo me quedé sin capacidad para reaccionar, no sabía si salir corriendo o seguir sus instrucciones. Comencé a desabrocharme la camisa torpemente mientras ella se tumbaba en la cama. Pude contemplarla tendida y en ningún momento podía pensar que aquella mujer tuviese cuarenta y cinco años.




Me despojé de la camisa y busqué un sitio donde ponerla, entonces ella se acomodó y sentada en la cama me hizo un gesto con el dedo para que fuese hacia ella. Me acerqué, me quitó la camisa de la mano y con la misma lentitud con la que ella se había desprendido de su ropa me desabrochó el pantalón y lo dejó caer hasta el suelo. Instintivamente posicioné mis manos en la parte delantera del calzoncillo, pálido, nervioso, como el reo que sabe cuál el próximo acto al sentarse en la silla eléctrica. Ella me miró, esbozó una ligera sonrisa y se desabrochó el sostén. Mi mirada quedó clavada instantáneamente en la suntuosidad de sus pechos, mi perplejidad permitió que mis calzoncillos fuesen desmontados en un segundo por sus manos.
De repente sentí la calidez de su boca y dos gotas de sudor resbalaban por mis sienes, un cosquilleo ascendía desde mi vientre hasta mi garganta y no transcurrió más de un minuto cuando me encontré desprendido de una parte de mí.
Eché bruscamente un paso atrás y salí corriendo de la habitación. Bajé las escaleras de tres en tres, con el corazón palpitando revolucionadamente y un nudo en la garganta. Fui a la cocina, metí la cabeza debajo del grifo y me empapé en agua. Vi cigarrillos y me encendí uno. Salí hacia el salón, cabizbajo, fumando largas caladas y mirando a mí alrededor sin saber que hacer. Me acerqué a la chimenea, junto a ella discurría un anaquel que albergaba fotografías. Aparecía esta mujer junto a un hombre y una niña pequeña en un yate, ella sola en la playa con un sombrero de paja, un hombre con una niña en un jardín. Parecía una sucesión cronológica de su vida y apreciaba que la niña se iba haciendo mayor en cada foto hasta que mis ojos se postraron en una instantánea que me era familiar. La niña rondaría los diecisiete años, cabellos largos y rubios, ojos marrones, piel morena. Estaba en la piscina posando con un bikini azul y unas gafas de sol de pasta blanca y cristales negros, expresando una dentadura perfecta en su sonrisa blanquecina. Cogí el retrato y anduve por el salón observándolo incrédulamente, sorprendido de quien era esa muchacha y sintiendo un gran fuego en mi interior al descubrir a Cristina en aquella fotografía. Una lágrima cayó en el cristal y la ceniza la acompañó embarrizando su rostro.


Dejé el retrato en una mesa compungido y miré al frente. A la derecha estaba la puerta de acceso a la casa y a la izquierda las escaleras que llevaban a la planta de arriba. No me hubiera importado salir corriendo desnudo hasta el coche, pero giré a la izquierda…