domingo, 18 de mayo de 2014

Rosebud nunca existió

"El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararlo con sus vidas precedentes ni enmendarla en sus vidas posteriores"

                                    La Insoportable Levedad del Ser. Milan Kundera

      Recuerdo la primera vez que tuve que enfrentarme a la gestión del fracaso.
Dibujaba mi futuro con el consuelo de encontrar un tapón para aquel sumidero por el que me vaciaba. La luz entrando por la ventana, el misterio que las sombras hacían de la pared un mosaico indescifrable. Quería ver unas líneas familiares de torso sin cabeza, de sábanas arrugadas, recogidas. Quería oler la espuma sobre la que dormía con ese aroma infantil y trazos irregulares color caoba.

      Sin embargo, los ojos obturados por el rocío, que tanto me cuesta desprender, me descubrieron en el más absoluto desorden, con un mísero silencio perpetuo que se congelaba en aquella estancia solitaria.
Traté de convencerme de que el tiempo pasivo, en sí, sólo deterioraba el alma, y la mente comenzaría un anquilosamiento peligroso que me haría perder la identidad que hasta entonces había construido mi estructura vital.

      Comencé, entonces, a caminar con un jeroglífico mapa como apoyo, en el que no había senderos claros sobre los que guiarme. La reinvención, denominé a este nuevo proyecto de auto-reconstrucción. Desmembré mi rostro del vello característico que, años atrás, me había identificado. Apagué los punzones amarillos que me clavaba diariamente en mis pulmones y calmé mi ansiedad con el líquido meloso que serena la inquietud del impaciente actor deseoso por salir a escena.

      Pensé que componer trazos verbales endecasílabos cavaba la fosa de la inactividad y prendí fuego a todos aquellos pensamientos en un sencillo ritual, carente de los detalles originales que pudieran evocar recuerdos románticos de la historia que desaparecería entre las llamas.


      Fue entonces cuando, en esa creación de un nuevo camino, comencé a venderme, a intercambiarme en un mercado en el que, a cambio de sentimientos, efímeros, compartía instantes de excitación, hiperventilación y espasmos que paliaban mi ansiedad por encontrarme.
Como un drogadicto tratando de evadirse de su realidad en un relámpago de aluminio, empecé a incrementar las dosis de banalidad, forjando lo que, pensaba, sería mi experiencia vital, mi aprendizaje en el desarrollo de un destino. Hasta tal punto llegó la dejación por mi mismo que los sentimientos más ínfimos cesaron, y fui consciente de tal frialdad cuando en la construcción del nuevo camino desdeñé encuentros que amparaban un jardín de sentidos, llamando a mi puerta y esta no abrirse por encontrarse herméticamente sellada, con un blindaje impuro, lleno de asperezas sustentadas en un marco escéptico.

      Huí, me trasladé y comencé de nuevo. Bajo el paraguas de la creencia en un ser pasado, que quería trasladar al presente, confiaba en acaparar en un breve espacio de tiempo, la atracción suficiente como para construir un nuevo yo. Sobre una nueva ciudad esperanzaba trazar las líneas conexas sobre las que sustentar un camino de futuro estable.

      Cien días después, vuelvo a tener el sol despertándome con el mismo sentimiento de aspereza, en un cubículo, nuevo, desordenado y arando, durante demasiado tiempo, un trigal sembrado sobre tierra yerma.
Puedo pensar, y debo, en relativizar tanto el pasado como el presente, dedicando la profundidad al momento idóneo, cuando llegue. Es el primer trazo para un boceto que se vestirá de óleo, pero empezando a pensar que Rosebud jamás existió...


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