"El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive
sólo una vida y no tiene modo de compararlo con sus vidas precedentes ni
enmendarla en sus vidas posteriores"
La Insoportable
Levedad del Ser. Milan Kundera
Recuerdo la primera
vez que tuve que enfrentarme a la gestión del fracaso.
Dibujaba mi futuro con el consuelo de
encontrar un tapón para aquel sumidero por el que me vaciaba. La luz entrando
por la ventana, el misterio que las sombras hacían de la pared un mosaico
indescifrable. Quería ver unas líneas familiares de torso sin cabeza, de
sábanas arrugadas, recogidas. Quería oler la espuma sobre la que dormía con ese
aroma infantil y trazos irregulares color caoba.
Sin embargo, los ojos
obturados por el rocío, que tanto me cuesta desprender, me descubrieron en el
más absoluto desorden, con un mísero silencio perpetuo que se congelaba en
aquella estancia solitaria.
Traté de convencerme de que el tiempo pasivo,
en sí, sólo deterioraba el alma, y la mente comenzaría un anquilosamiento
peligroso que me haría perder la identidad que hasta entonces había construido
mi estructura vital.
Comencé, entonces, a
caminar con un jeroglífico mapa como apoyo, en el que no había senderos claros
sobre los que guiarme. La reinvención, denominé a este nuevo proyecto de
auto-reconstrucción. Desmembré mi rostro del vello característico que, años
atrás, me había identificado. Apagué los punzones amarillos que me clavaba diariamente
en mis pulmones y calmé mi ansiedad con el líquido meloso que serena la
inquietud del impaciente actor deseoso por salir a escena.
Pensé que componer
trazos verbales endecasílabos cavaba la fosa de la inactividad y prendí fuego a
todos aquellos pensamientos en un sencillo ritual, carente de los detalles
originales que pudieran evocar recuerdos románticos de la historia que
desaparecería entre las llamas.
Fue entonces cuando,
en esa creación de un nuevo camino, comencé a venderme, a intercambiarme en un
mercado en el que, a cambio de sentimientos, efímeros, compartía instantes de
excitación, hiperventilación y espasmos que paliaban mi ansiedad por
encontrarme.
Como un drogadicto tratando de evadirse de
su realidad en un relámpago de aluminio, empecé a incrementar las dosis de
banalidad, forjando lo que, pensaba, sería mi experiencia vital, mi aprendizaje
en el desarrollo de un destino. Hasta tal punto llegó la dejación por mi mismo
que los sentimientos más ínfimos cesaron, y fui consciente de tal frialdad
cuando en la construcción del nuevo camino desdeñé encuentros que amparaban un
jardín de sentidos, llamando a mi puerta y esta no abrirse por encontrarse
herméticamente sellada, con un blindaje impuro, lleno de asperezas sustentadas en
un marco escéptico.
Huí, me trasladé y
comencé de nuevo. Bajo el paraguas de la creencia en un ser pasado, que quería
trasladar al presente, confiaba en acaparar en un breve espacio de tiempo, la
atracción suficiente como para construir un nuevo yo. Sobre una nueva ciudad
esperanzaba trazar las líneas conexas sobre las que sustentar un camino de
futuro estable.
Cien días después,
vuelvo a tener el sol despertándome con el mismo sentimiento de aspereza, en un
cubículo, nuevo, desordenado y arando, durante demasiado tiempo, un trigal
sembrado sobre tierra yerma.
Puedo pensar, y debo, en relativizar tanto
el pasado como el presente, dedicando la profundidad al momento idóneo, cuando
llegue. Es el primer trazo para un boceto que se vestirá de óleo, pero
empezando a pensar que Rosebud jamás existió...
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