viernes, 20 de julio de 2012

Réquiem por una noche de verano

  No hay nada más evocador de los recuerdos que la música. Te permite transportarte en el tiempo hacia situaciones de lo más diversas. Cada intervalo musical hace que te introduzcas en la escena de manera que no sólo recuerdas el momento, sino que puedes sentirlo casi con la misma intensidad con la que sucedió y, salvo los elementos pragmáticos que acompañan el ambiente, todo vuelve a quedar reproducido totalmente en la mente.               Llevo unos días en los que a cada momento me acompaña una composición musical, coral, que aunque en su naturaleza no se concibió para la escena que a continuación relato, llenó profundamente las horas que posteriormente se sucedieron.               Al igual que un cuadro como el “Guernica” de Picasso plasma la tragedia humana en tonos grises y me fascina por ser una obra que te concede vislumbrar la belleza de la humanidad a partir de las miserias del lienzo, es el contrapeso de la percepción de la magnificencia de la vida a través de los aspectos más deplorables que la humanidad puede cometer, así es el silencio para la música, el contrapunto que te ensambla hacia la hermosura del sonido.               Ante la insonoridad de una casa vacía, el chasquido de las llaves en una puerta que se abre comenzaba a armonizar el primer acto de una representación que se sucedía con el crujir de unos pasos sobre las baldosas de aquella vivienda antigua del centro de Madrid.               El silencio se apoderaba nuevamente de la dimensionalidad espacio-tiempo en el que se encontraban los dos cuerpos, que entrando en escena, se desprendían de sus revestimientos. Entraba en acción el calor como detonante de lo que, tanto dentro como fuera de aquella estancia, acontecía. Tras un golpe seco de la hebilla del cinturón sobre el suelo, los pasos volvieron a sucederse con la sonoridad que los pies descalzos emiten al caminar. Al instante se escucha un disco girar a toda velocidad y comienzan los aplausos del público del concierto que emanan del disco.               Desde la ventana se aprecian lenguas de fuego ascender hacia el cielo y los aplausos de recibimiento del público a la orquesta se confunden con las voces de la calle. La obra comienza, el Réquiem de Mozart irrumpe en el silencio de la estancia y mientras el coro entona la obertura, los dos cuerpos observan por la ventana las llamaradas que están consumiendo parte de la ciudad.               Un corcho sale despedido de una botella y el champagne se desliza por las paredes de cristal de las copas. Los dos cuerpos están entrelazados observando aún desde la ventana, compartiendo el líquido que los impulsará a desprenderse de la realidad que fuera busca hacerlos partícipes. Se suceden los besos y la obertura finaliza, dando paso al Dies Irae. El calor aumenta y el coro entona “Dies irae, dies illa solvet saeclum in faville” (dia de la ira, día de acción que transforma el mundo en cenizas).               El sonido del cristal posándose sobre la mesa antecede al silencio que se desarrolla en la lucha que ambos cuerpos inician por poseerse. Una copa se derrama en el cuello de uno de los cuerpos, discurre por las sinuosidades acompasado por los labios del otro intérprete del acto. El champagne desaparece poco a poco entre sus labios y las últimas gotas discurren hacia el vientre como lágrimas fundiéndose en el. El calor continúa acrecentándose. Suenan las lágrimas del séptimo acto del Réquiem, “Lacrymosa” uniéndose a las lágrimas que surgen en el exterior, “lacrymosa dies illa, qua resurget ex favilla judicandus homo reus” (lágrimas todo el día en el que el mundo está pendiente del juez).               Los cuerpos se fusionan intensamente, separados sólo por un halo de humedad que los desliza el uno sobre el otro hasta que el momento culmen de la música se entremezcla con el estrépito que emite la marabunta de la calle, gritando por sus vidas mientras incendian la urbe que los ha oprimido durante años y que ahora quieren verla renacer.               Tras el último gemido, una vela ilumina la estancia como un reflejo del cristal de la ventana de las lenguas de fuego que fuera les rodean. Es el año 2012 y arde Madrid mientras los dos cuerpos yacen exhaustos en el suelo. El Agnus Dei del Réquiem finaliza con “Lux eterna luceat eis, Domine, cum sanctis in aeterum, quia pius es. Réquiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”: en reposo, que la luz perpetua brille sobre ellos […], dales descanso eterno señor, que la luz perpetua brille sobre ellos, y así sucedió el principio de la despedida…

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