(Pon la canción mientras lees)
Con la última
“levantá” de la mañana, justo el día en que tomas vacaciones, se te plantea
cómo pasar los próximos treinta días de asueto que se suceden.
Te paras a pensar que estás sin
un duro y que quizás la mejor opción para descansar y desconectar es la visita
al “nido familiar”, pero sabiendo que un mes de compartir diariamente con tus
seres queridos no cubre las necesidades de separarte de los aspectos cotidianos
que van acaeciendo en el transcurso del año (bien sea por estar estudiando,
trabajando o buscando trabajo, reinventándote…). Parece que necesitas encontrar
la trascendencia al tiempo que vas a vivir fuera de la rutina, para que per sé no se convierta tu próximo
devenir diario en un hábito. Hacer un viaje (no tengo dinero), visitar a algún
amigo (debo compaginar mis vacaciones con las suyas), irte a casa de tu pareja
aunque esté trabajando, a casa de tus suegros, o simplemente quedarte en casa.
En cualquier caso es un reto que afrontamos cada año de manera más o menos improvisada.
Recuerdas
entonces las prioridades que tenías de niño, qué te enriquecían en la infancia
y cómo simplificabas para ser feliz día a día. La visita a los abuelos,
juntarte con tus primos, ir a la piscina de tu pueblo con los amigos, quedar a
echar una partida de baloncesto, tomarte unas cervezas en el típico parque
aislado de la urbe donde nadie te veía fumar tus primeros cigarrillos… y el
verano pasaba plácidamente sin cuestionártelo.
Conforme
cumples años, hablar de vacaciones puede convertirse en una pesadilla al no
saber donde ubicarte y qué hacer, ni con quién. Quizás adquirimos ciertos
valores materiales que nos impiden sentir la belleza de lo inmaterial. Que
realmente nos enriquece. Poéticamente se te ocurre un atardecer en la playa,
sin reloj, una puesta de sol en la sierra, un concierto de jazz al aire libre,
naturalmente ninguno de estos planes suceden en soledad, sería triste y
aburrido, y sobre todo, no los apreciarías como bellos.
Vivimos
cada vez en un ambiente más individual, y con los años nos volvemos más
exquisitos hacia nosotros mismos, más huraños y apáticos a sentir con alguien a
nuestro lado, pero llegan determinadas fechas en las que sientes la necesidad
de compartir tu tiempo con alguien para que le dé sentido a tu vida. Somos
seres sociables, y como tales, tenemos la necesidad de hacer partícipe a tu “yo
complementario” de la maravillosa sensación que se siente al levantarte cada
día percibiendo que merece la pena el mero hecho de respirar (aunque a veces
nos empeñemos en ahogarnos con nuestro propio aire por convertir lo minimalista
en grotescamente voluminoso, cada uno que piense en sí mismo y sus problemas,
adquiridos o autoprovocados, sus agobios).
El
otro día en una charla volví a escuchar a Emilio Duró y su exposición sobre
cómo afrontar con optimismo e ilusión la vida, trataba de rebatir esa frase de
“hay una estación para cada tren…” y a continuación, exasperado fulminaba al
público con un “¡sal a buscarlo hijo mío, la vida no se te presenta cómo,
cuando y con quién quieres, hay que lucharla, hay que buscarla!”. Y es ese
ejercicio el que, en mayor o menor medida, nos proponemos cada día ejecutar.
Naturalmente con unos porcentajes de éxito variables. Lo que más me gustan de
las montañas rusas, y escribe un doliente de vértigo crónico, es el momento en
el que el vagón está subiendo, toma la cima y se para. Respiras hondo, te
quitas el reloj y piensas lo bien que te encuentras. No sueles mirar atrás ni
compararte con los momentos de triste debilidad que te han encumbrado ahora a
lo más alto, al contrario de cuando estás abajo que siempre piensas que en cualquier
momento de felicidad pasado. Y sin embargo, el vagón vuelve a bajar, aunque te
resistas a sacar los pies para frenarlo, la caída puede ser brutal si no tienes
un colchón mullido que te acoja al tomar tierra. Y vuelves a empezar.
Dado
que ahora se presentan unos días de incorrompible placer, o eso se espera
siempre, la oportunidad de un “volver a empezar” debe ser la seña de identidad
de cada día, pero siempre buscando la espontaneidad, pues ya lo dicen los
abuelos cuando coges carrerilla y te advierten con ese “se te ve venir”. La
búsqueda de la felicidad, y me refiero a la compañía que te permite esa
percepción de regocijo, es un circuito de raíles con diferentes alturas, que si
bien te enseñan que la cautela es uno de los frenos en la bajada, discurre a
toda velocidad cuando te sientes que alcanzas el pináculo y reniegas de que
suceda el más que esperado descenso, porque esto último no es lo que te hace
sentir feliz.
Tienes
treinta días por delante y los quieres vivir deprisa, intensos, absorbiendo
cada instante para relamerte con los jugos que te ofrece. Lo mejor para
disfrutarlo es equivocarte constantemente, romper la hegemonía de lo
normalizado, de otra forma te resultará difícil sentirte vivo.
No
tengo planes, pero quisiera poder disfrutar de la compañía de mi abuela, de la
brisa del campo en la noche junto a la piscina departiendo con mis padres
frente a un gin tonic, de bañarme con mis hermanos esperándonos una barbacoa de
pescado, de tumbarme en el césped, la playa, con mis primos hablando largo y
tendido de lo banal y lo divino, de conocer nuevos rincones con mi Perico, y
por supuesto, espero disfrutar de una puesta de sol en la sierra, de un atardecer
en la playa, de un concierto de jazz al aire libre, y de sentir la
espontaneidad de un beso inesperado que me encumbre de nuevo a lo más alto de
esa sucesión de raíles con altibajos que es la propia vida.
Escuche alguna vez un dicho que dice: "La vida es aquello que te va pasando mientras tú te empeñas en buscar algo más". Hoy leí una frase de Gandhi "Hoy es el mañana que tanto te preocupaba ayer" Valió la pena?
ResponderEliminarPara que abrumarte con preocupaciones si ese sentimiento al que llamamos miedo (respuesta sensible a lo desconocido) es el que nos da el sentimiento de espontaneidad que nos hace sentir VIVOS.
Que diablos importa lo que pasará mañana se feliz hoy que no sabes si mañana estarás vivo.