sábado, 9 de julio de 2011

Tumbada en la arena



         La brisa marina se desplaza suavemente por la piel bronceada. Recorre las curvas de su cuerpo acariciándolo delicadamente como yemas de dedos tratando de descubrir cada rinconcito oculto de su piel.
De sus poros emana el aroma dulce a coco de la loción corporal y la convierte en un pastelito apetitoso, el cual, no se puede catar…

         Tumbada, boca abajo, aprieta el panameño sobre su cabeza, evitando que la brisa le prive de la sombra que le ofrece el papel trenzado de ala ancha. Sus ojos encienden la luz marina de su mirada, y ofrece destellos sensuales al parpadear. El contoneo de sus voluminosas pestañas, repetidamente, provoca la inmersión, de quien la mira, en un caleidoscopio de minerales verde agua y ámbar que hipnotiza, enmudece y sólo invita a la observación perpetua.

          El pliegue de sus labios, carnosos, rosados, es humedecido lentamente con la lengua como saboreando la cremosidad de un helado de vainilla. Sonríe, y una sucesión de perlitas dispuestas en hilera frena el ímpetu del observador por apurar el helado. A cambio de ese revés, ella le permite desplazar levemente, haciendo círculos místicos, sobre su espalda, los dedos, escribiendo, una y otra vez, su nombre en letras de caligrafía infantil.

         Su pelo anaranjado, como hojas de castaño en otoño, le cubre una frente estrechita, que oculta el más preciado tesoro de ese instante. Sus ojos silenciados y su boca sellada, no invitan a describir más allá de lo que el observador puede percibir por los sentidos, pero se muere por conocer lo más preciado de lo que frente a él palpita, saber quién es ella…

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