miércoles, 13 de julio de 2011

PENSAMIENTO INTUITIVO


         A veces tengo la sensación de estar equivocándome en cada paso que doy. Ciertamente, el trato con las personas, es la actividad más complicada que desarrollamos a diario en todos nuestros ámbitos, ya sea profesional, familiar, personal, sentimental, social, y hasta incluso el cruce de miradas evaluadoras de quienes nos cruzamos (a veces dejamos la cabeza agachada, y otras sostenemos “chulescamente” la mirada, todo es en función de quien nos distraiga la vista).
Es difícil contentar a todo el mundo que te rodea, a los compañeros de trabajo, a tus amigos (hay que cultivarlos), a tu familia (quién no discute con una madre, más que con un padre, sobre “cuando vas a venir a vernos”, hay quien dice que ‘hay que cuidar bien a los hijos, pues ellos serán quienes elegirán tu residencia de retiro el día de mañana…’), mantener a tu pareja con el equilibrio suficiente para no pasar del polvo al barro, y hasta incluso, hay que saber como actuar con quien no espera que desarrolles una acción más allá de lo predecible.

         Enamorarse, ¿es una acción?, NO, pero… tratar el enamoramiento, o cómo actuar para no descubrirte antes de tiempo… SÍ. Dicho así parece que uno debe realizar una serie de artimañas, para embaucar al afectado de los caprichos cerebro-cardiovasculares, que fluyen, mitad del hipocampo, mitad del dedo índice en la mano de un manco, sí, de la soledad, y de estos artificios obtener la respuesta inmediata esperada.

         ¿Quién controla el qué?, ¿qué decide a quién?. Lo rutinario es que lo fácil de conseguir, lo sencillo de obtener en un corto espacio de tiempo, sea lo que previsiblemente cubra nuestras expectativas primarias. Lo difícil constituye el reto diario al que queremos enfrentarnos, para que nuestro subconsciente tenga un tiovivo en el que entretenerse, como el dueño de los coches de choque que se paseaba con toda chulería de un coche a otro mientras tú comías goma por la gracia del más tonto de tu pueblo que cumplía años en la feria y disponía de más fichas para hacerse el amo de la pista. Del mismo modo, cuando salimos a la calle, y no sé si es un caso particular, deseas convertirte en el maduro del “Último tango en París”, conservando la tripita que Marlon Brando lucía en ella a los cuarenta y diez, y que uno luce a los “veintionce”, con la soltura de un militar al que le pasan revista. No quiero referirme a que un “asaltacunas” invada mi psiquis cuando los renacuajos pisan el asfalto, sino que, inexplicablemente, sientes el deseo irrefrenable de vivir tocando un Bandoneón a dejarte la sesera sobre una mesa y un ordenador.
         Y, ¿a qué responde que uno se equivoque mil veces mil sin escarmentar?, o, ¿por qué cayendo sucesivamente en la frustración, de la expectativa descubierta, se sigue creyendo en la consecución de lo imposible?. No se trata  de reinventar una bombilla, o de volver “ateo al Opus Dei”, pero siento que existe un pensamiento intuitivo, de que vas a descalabrarte al final de una carretera inexistente, que provoca una excitación tan sublime, que no quisiera salir de esta vida sin experimentar, cada cierto tiempo, el sabor de un muro de hormigón sobre mis narices. Saberme victima de mí mismo al no enfriar mi mente cuando el alma se caldea más de la cuenta es como decir: “Pero qué delicioso es tomarse un Brownie mientras te quemas la lengua con el chocolate hirviendo…”.

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